El Mozart del tablero
Hay un nuevo campeón del mundo de ajedrez; es noruego, tiene 24 años y se llama Magnus Carlsen. Ganó al indio Viswanathan Anand por 6,5 a 3,5 puntos, una diferencia que, si bien no es apabullante, indica una rara suficiencia en un campeonato mundial. Si se tratara de una velada de boxeo, diríamos: en un rincón estaba Anand, El Tigre de Madrás, y en el otro Carlsen, el Mozart del tablero. Ganó Mozart, como casi estaba escrito. Es gran maestro desde los 13 años, comía en mesa aparte en la cocina familiar para disponer de un tablero al lado y sus padres pusieron toda su confianza y todo su capital para asegurar el futuro del niño prodigio. Lo han conseguido. Carlsen es el campeón del mundo más joven después de Kaspárov (El Ogro de Bakú). Los psicólogos deberían investigar esta tendencia a motejar a los ajedrecistas como si fueran estrellas de lucha libre mexicana. Tal como juega, Magnus parece que nació para vivir en el ajedrez, no del ajedrez o para el ajedrez; por eso su juego es isotermo e isocrono, es decir, como el de una máquina.
El
ajedrez de alta competición es un juego cruel y misterioso. Exige
una concentración exhaustiva, un excedente de inteligencia
(específica para jugar al ajedrez) que se dilapida durante días y
un conocimiento atroz, es decir, más allá de la experiencia humana,
de los desarrollos de todas las partidas relevantes de la historia.
La apertura es decisiva y estresante, el medio juego encierra
complicaciones diabólicas y los finales suelen quitar
el aliento y con frecuencia son frustrantes. Para explicar cada una
de estas fases se escriben tratados enteros, alguno de los cuales se
asemejan mucho a manuales de psicopatología. Una partida puede ser
un vals o una carnicería.
Nada
que ver con la trivialidad del fútbol ni con la frivolidad truquista
del naipe. El tablero tiene un encadenamiento místico, que hizo
exclamar a Nimzowitsch: “¡El peón libre tiene alma!”. Reside en
el estilo del jugador, sea la destrucción creativa de Morphy, la
elegancia cristalina de Capablanca o el clasicismo arrogante de
Alekhine (salió de la cárcel de Odesa después de ganar tres
partidas seguidas a Trotski). Carlsen, primer ajedrecista modelo de
ropa masculina, aporta una impasibilidad cibernética. Un paso más
en la evolución.
fuente: el pais